Dependencia
Confundiendo algoritmos con amistadesUn nuevo frente que hay que atender
Los problemas de dependencia y adicción hacia las pantallas no son nuevos. Llevamos tiempo trabajando sobre la dependencia que no pocos niños y adolescentes están desarrollando hacia los videojuegos, las redes sociales o incluso el smartphone en sí mismo. Ahora se suman los chatbots y los asistentes de IA. Estas plataformas ya no son solo herramientas utilizadas para hacer trabajos, resumir textos o resolver ecuaciones. Niños y adolescentes las emplean también para afrontar conflictos emocionales, suplir carencias sociales o llenar tiempos de ocio. Pero ¿Qué ocurre cuando un algoritmo se convierte en el confidente de un adolescente? ¿Dónde terminan las conversaciones de apoyo, y las falsas muestras de empatía, y dónde empieza la dependencia?
La IA generativa ofrece respuestas inmediatas, personalizadas y, sobre todo, incondicionales. La IA está siendo desarrollada para generar confianza, simular nuestras emociones y persuadir. No juzga y está disponible las 24 horas del día. Este es uno de sus mayores atractivos y, al mismo tiempo, una gran trampa. Los más jóvenes, en plena formación de su identidad, pueden confundir la eficacia de los algoritmos con una conexión genuina. El riesgo no se encuentra en que niños y adolescentes usen la tecnología, sino en que dejen de verla como lo que es: una herramienta muy útil, pero sin conciencia ni capacidad real para empatizar, que simula comprensión a partir de los modelos matemáticos con los que ha sido entrenada.
El problema resulta más preocupante cuando observamos cómo estas herramientas se integran en los distintos aspectos de la vida cotidiana. Un niño que recurre a un chatbot para resolver un conflicto con sus compañeros no está aprendiendo a negociar, a tolerar la frustración o a leer las emociones ajenas. Está externalizando su capacidad de respuesta emocional. A corto plazo, parece una solución práctica para cualquier cosa, pero a largo plazo debilita su autonomía. La dependencia no surge porque la IA sea “mala”, sino porque su diseño explota, entre otras cosas, la necesidad humana de atención y validación constantes.
Los videojuegos y las redes sociales ya han demostrado cómo los sistemas de recompensa inmediata pueden secuestrar nuestra atención. La IA añade una dimensión mucho más sofisticada: la ilusión de una relación bidireccional. Cuando un adolescente entabla conversaciones personales con una IA generativa, no interactúa con una entidad consciente, sino con una especie de espejo digital que intercalará su reflejo con el de millones de personas más cuyos textos han servido para entrenarla. Además de todo lo señalado anteriormente, nos preocupa que esta dinámica se imponga en algunos casos como un sustituto de vínculos reales, más complejos y menos predecibles.
Se trata de un verdadero desafío para las familias. No basta con establecer horarios o filtrar contenidos. Hay que cuestionar el papel que ocupa la tecnología en su desarrollo emocional. Si un niño prefiere consultar sus dudas con una IA antes que a sus padres, hay algo que está fallando. Si un adolescente busca consuelo en respuestas automatizadas, algo no va bien en su entorno.
Insistimos en la necesidad de acompañamiento y de formación. Si no lo hacemos algunos terminarán confundiendo algoritmos con amistades, y datos con emociones.